Linuxera
2014-10-15 15:34:20 UTC
http://www.alertadigital.com/2014/10/14/espana-enferma/
Juan Manuel de Prada/Remitido.- Las reacciones de histeria que ha
provocado el contagio de una de las enfermeras que cuidaron a los
misioneros víctimas del ébola nos permiten confirmar que somos un país
terminal, puro desecho de tienta sin otro destino salvo milagro que
el basurero de la Historia. Ver a los españoles, antaño graves y fieros,
convertidos en una gelatina temblona provoca una pena de tamaño cósmico.
A las sociedades sanas se las distingue porque, ante el sufrimiento, se
cierran como una piña, haciendo de ese sufrimiento una causa común, en un
anhelo por consolar y compartir los quebrantos de quienes más padecen.
Las sociedades enfermas, por el contrario, ante el sufrimiento se
dispersan como almas que lleva el diablo; y se empeñan lastimosamente en
buscar culpables. Tales comportamientos tienen (¡como todo en la vida, a
ver si nos enteramos de una puñetera vez!) una explicación teológica. Las
sociedades enfermas se cagan por la pata abajo en cuanto olfatean la
presencia de la muerte; y no debe extrañarnos, pues las han engolosinado
con la milonga fatua de que la ciencia, la técnica, la democracia y el
sursum corda ¡el sacrosanto progreso! velan por su salud.
Pero llega entonces la populosa e imprevisible naturaleza, como un toro
suelto en las dehesas de Dios, y se burla de todas esas soplapolleces; y
las sociedades enfermas empiezan entonces a oler a cagalera. En las
sociedades sanas, por el contrario, los hombres saben que están hechos de
barro y que la vida es a veces un regalo y a veces un valle de lágrimas;
y ni el apego al regalo ni la aversión al valle de lágrimas son tan
grandes como para que se espanten ante la proximidad de la muerte, que
acatan con una suerte de tranquila resignación, en la esperanza de que su
carne será mañana cuerpo glorioso. Y es que en las sociedades sanas la
vida es una preparación para la muerte, un gran auto sacramental con
letanías de sangre en donde el hombre sólo se preocupa por salvar su
alma; mientras que, en las sociedades enfermas, la vida es una huida de
la muerte, un ínfimo show televisivo, sarasa e idiotizante, en donde el
hombre se preocupa irrisoriamente de salvar su cuerpo (¡sálvame de luxe!
), aunque sea a costa de joder al prójimo.
Nunca pensé que llegaría a leer que en la tierra de San Ignacio y de Don
Quijote ha habido que echar mano de sanitarios en paro, porque los
encargados de cuidar de una enferma se negaban a hacerlo, temerosos de
que les contagiara. En este gesto de cobardía bellaca, como de lombrices
que se escaquean refugiándose en un zurullo, queda resumida la mutación
de un pueblo egregio en una papilla humanoide. ¡Enemigos seculares de
España, moros de la morería, gabachos impíos, pérfidos hijos de la Gran
Bretaña, venid por separado o en comandita a saquearnos, venid a
chuparnos la sangre y a picarnos los bofes, que aquí encontraréis a un
hatajo de gallinas menos dispuestas a ofrecer resistencia que aquellos
romanos del poema de Kavafis!
Y luego, para colmo, está ese espectáculo indecente de los miramelindos y
baldragas que lloriquean por el sacrificio del perro «Excalibur». Como
escribía el gran Joseph Roth en «La cripta de los capuchinos»: «Siempre
me ha parecido que los hombres que aman demasiado a los animales emplean
en ellos una parte del amor que debieran dar a los seres humanos; y me di
cuenta de lo justa que era esta apreciación cuando comprobé casualmente
que los alemanes del Tercer Reich amaban a los perros lobos, a los
pastores alemanes. ¡Pobres ovejas!, me dije».
Pobre España, convertida en un rebaño de ovejas pusilánimes que ya ni
siquiera saben cagar duro. Que Dios se apiade de ti, cuando te lleven al
matadero.
Juan Manuel de Prada/Remitido.- Las reacciones de histeria que ha
provocado el contagio de una de las enfermeras que cuidaron a los
misioneros víctimas del ébola nos permiten confirmar que somos un país
terminal, puro desecho de tienta sin otro destino salvo milagro que
el basurero de la Historia. Ver a los españoles, antaño graves y fieros,
convertidos en una gelatina temblona provoca una pena de tamaño cósmico.
A las sociedades sanas se las distingue porque, ante el sufrimiento, se
cierran como una piña, haciendo de ese sufrimiento una causa común, en un
anhelo por consolar y compartir los quebrantos de quienes más padecen.
Las sociedades enfermas, por el contrario, ante el sufrimiento se
dispersan como almas que lleva el diablo; y se empeñan lastimosamente en
buscar culpables. Tales comportamientos tienen (¡como todo en la vida, a
ver si nos enteramos de una puñetera vez!) una explicación teológica. Las
sociedades enfermas se cagan por la pata abajo en cuanto olfatean la
presencia de la muerte; y no debe extrañarnos, pues las han engolosinado
con la milonga fatua de que la ciencia, la técnica, la democracia y el
sursum corda ¡el sacrosanto progreso! velan por su salud.
Pero llega entonces la populosa e imprevisible naturaleza, como un toro
suelto en las dehesas de Dios, y se burla de todas esas soplapolleces; y
las sociedades enfermas empiezan entonces a oler a cagalera. En las
sociedades sanas, por el contrario, los hombres saben que están hechos de
barro y que la vida es a veces un regalo y a veces un valle de lágrimas;
y ni el apego al regalo ni la aversión al valle de lágrimas son tan
grandes como para que se espanten ante la proximidad de la muerte, que
acatan con una suerte de tranquila resignación, en la esperanza de que su
carne será mañana cuerpo glorioso. Y es que en las sociedades sanas la
vida es una preparación para la muerte, un gran auto sacramental con
letanías de sangre en donde el hombre sólo se preocupa por salvar su
alma; mientras que, en las sociedades enfermas, la vida es una huida de
la muerte, un ínfimo show televisivo, sarasa e idiotizante, en donde el
hombre se preocupa irrisoriamente de salvar su cuerpo (¡sálvame de luxe!
), aunque sea a costa de joder al prójimo.
Nunca pensé que llegaría a leer que en la tierra de San Ignacio y de Don
Quijote ha habido que echar mano de sanitarios en paro, porque los
encargados de cuidar de una enferma se negaban a hacerlo, temerosos de
que les contagiara. En este gesto de cobardía bellaca, como de lombrices
que se escaquean refugiándose en un zurullo, queda resumida la mutación
de un pueblo egregio en una papilla humanoide. ¡Enemigos seculares de
España, moros de la morería, gabachos impíos, pérfidos hijos de la Gran
Bretaña, venid por separado o en comandita a saquearnos, venid a
chuparnos la sangre y a picarnos los bofes, que aquí encontraréis a un
hatajo de gallinas menos dispuestas a ofrecer resistencia que aquellos
romanos del poema de Kavafis!
Y luego, para colmo, está ese espectáculo indecente de los miramelindos y
baldragas que lloriquean por el sacrificio del perro «Excalibur». Como
escribía el gran Joseph Roth en «La cripta de los capuchinos»: «Siempre
me ha parecido que los hombres que aman demasiado a los animales emplean
en ellos una parte del amor que debieran dar a los seres humanos; y me di
cuenta de lo justa que era esta apreciación cuando comprobé casualmente
que los alemanes del Tercer Reich amaban a los perros lobos, a los
pastores alemanes. ¡Pobres ovejas!, me dije».
Pobre España, convertida en un rebaño de ovejas pusilánimes que ya ni
siquiera saben cagar duro. Que Dios se apiade de ti, cuando te lleven al
matadero.